En la entrecruzada de países y culturas que supone Asia Central, hace poco más de 20 años había un mar en medio del desierto, el Mar de Aral.
Con más de 65.000 m2, el tamaño de países como Lituania o Sri Lanka, el Mar de Aral suponía una importante fuente de vida en esa árida región: por una parte, alimentaba a tímidos cultivos que sin agua jamás hubieran existido, por otra, servía de hábitat a varias especies endémicas de flora y fauna y por último, suponía un bonito atractivo para los habitantes de la zona, que podían bañarse en sus “playas”.
No obstante durante los años 60, la URSS decidió que iba a canalizar agua de los principales ríos que alimentaban el mar –el Amu Daria y el Sir Daria– para crear en esa desértica área de la tierra la mayor zona de cultivo de algodón del mundo. A la larga, eso acabaría por secar el mar prácticamente por completo.
Allí dónde antes había existido un rico mar, quedó tan sólo arena; una arena, que por cierto, quedó completamente contaminada con los miles de químicos que se usaron para los campos, que a su vez, también se secaron. Los puertos desaparecieron, los pequeños hoteles que había se abandonaron, las ciudades del litoral se convirtieron en “oasis” del desierto y los barcos que nadie sacó del agua, un absurdo recuerdo de una tragedia natural y humana sin precedentes.
A unos 350 kilómetros de la bella ciudad de Khiva, se encuentra Moynaq, el que un día fue el pueblo pesquero más rico del Mar de Aral. En la actualidad, se trata de una solitaria, polvorosa y decrépita ciudad en la que apenas viven algunos nostálgicos ancianos. En el lugar en el que la ciudad encontraba el agua, se emerge un paseo marítimo que apunta al desierto y en el que uno puede visitar una docena de barcos oxidados que allí quedan navegando entre unas dunas que jamás tendrían que haber existido.
Fuente: Diario del Viajero